Azar.

Esa mañana salió sin su amuleto, lo olvido como la última hoja del árbol que ya no recuerda caer en los otoños que llegan sin avisar. Puntual y casi al instante de percatarse de tamaño olvido, un sudor frío recorrió su espalda, sus huesos. Intento volver sobre sus paso, fue inútil. Un periplo que pensó por el que nunca pasaría había llegado sin consentimientos. Y tan solo por salir sin el tótem. Sin su suerte. 

Caminó por las calles sin rumbo, sus pasos rendidos gastaban el suelo. Bajo una lluvia intensa brotaba la ira por no saber si lo había perdido o se lo habían robado. Su fortuna. Su suerte. 




Lo que pasa en la mente del hombre ante la desesperación es un momento de claridad absoluta, pero es solo un momento, un tren, una llamada. No se permite el error. 

Y fue así. Lo comprendió todo, recordó y se obnubilo al mismo tiempo. La calle tomaba forma y la lluvia se había secado. Su amuleto volvió de golpe a su sien, la suerte estaba echada. Contuvo la risa y parpadeo una irritable carcajada. 

La suerte estaba ahí, puntual. Sentada. 

Era ella, su musa, espejo de mudos gritos y de punzantes palabras. Siendo parte de sus segundos, como cada mañana. 




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